‘El primer prisionero ambientalista en el mundo’

Desde adentro, hablando de las cárceles, 2da Parte

Joe Piette, Bryant Arroyo y Ted Kelly

Segunda y última parte de la entrevista con Bryant Arroyo, prisionero dentro del cárcel a SCI Frackville, Pensilvania.

Años más tarde, cuando Bryant Arroyo encabezó un tipo de levantamiento sin precedentes en la prisión, fue su amigo y mentor Mumia Abu-Jamal quien lo apodó “el primer prisionero ambientalista en el mundo’.

Escribiendo en el 2013, Mumia explicó el contexto. “En 1998, un ex gobernador de Pensilvania, Tom Ridge, invitó a un empresario del área a unirse a él en un viaje a Sudáfrica. El empresario John W. Rich Jr., era un operador de planta de energía y un terrateniente importante en el área del condado de Mahanoy Susquehanna, una región empobrecida y en dificultades donde las minas de carbón cerraron hace décadas. Rich se reunió e hizo tratos con la empresa de energía y químicos SASOL de Sudáfrica, y poco tiempo después, anunció planes para un importante proyecto de convertido de carbón a gas líquido, literalmente al lado de la prisión estatal en Mahanoy”.

Un aviso oficial de la Agencia de Protección Ambiental captó la atención de Bryant entre lo que él llama una “vorágine” de otros avisos, regulaciones y anuncios clavados en el tablón de anuncios en Mahanoy. Lo sacó y le preguntó a uno de los desconcertados superintendentes que quería ver la declaración de impacto ambiental de esta planta de gasificación de carbón que estaba programada para construirse a 300 pies de la prisión a la que estaba confinado. Los resultados eran claros: esta planta iba a envenenar a todos en la instalación.

Así que Bryant se enfrentó a SASOL, Bechtel, Chevron, Shell, Jack Rich, Tom Ridge y Ed Rendell. Calificó la campaña como una básica, caminando por el bloque de celdas y haciendo que otros prisioneros se unieran a él para detener la construcción de la planta. Consiguió que los reclusos más precariamente posicionados, las personas LGBTQ, las pandillas rivales y tanto las facciones negras como las racistas cooperaran entre sí.

Si bien es ilegal circular peticiones entre prisioneros, Bryant no pudo encontrar ninguna razón por la cual no pudiera organizar a los presos para que enviaran sus propias cartas. Cambió el lenguaje en el texto de “nosotros” a “yo”, y “nuestro” a “mi” y “mío”. Los censores solo podían encogerse de hombros. Irónicamente, el individualismo proporcionó la salida para la acción colectiva revolucionaria.

Cuando el periódico local publicó una historia en primera plana sobre la campaña liderada por los prisioneros para luchar contra la planta química, Jack Rich y sus compinches quedaron apopléjicos. Más tarde esa misma semana, los reclusos en Mahanoy podían oír ruidos ensordecedores de construcción cerca de las paredes. Desde ciertos puntos de observación en el patio, se veía claro que Rich estaba limpiando el área para comenzar la construcción, nivelando la tierra y talando árboles.

Así que Bryant respondió consiguiendo que otros 500 prisioneros enviaran cartas. En total, hubo 902 cartas enviadas de una población carcelaria de 2.300. Para visualizar cuan asombroso fue este logro, imagínese caminando por un bloque de celdas de la prisión, sabiendo que cada tercera celda estaba ocupada por un prisionero que arriesgaba sufrir una severa represalia por escribir una carta inscribiéndose a este movimiento.

Las contradicciones de clase eran tan crudas, que incluso algunos oficiales correccionales de la prisión aplaudieron en silencio sus esfuerzos, haciendo inusuales pequeños gestos de apoyo a los prisioneros. Bryant dice que aprendió “a juzgar a una persona por el contenido de su carácter, no por el color de su uniforme”. Después de todo, dice: “Todos estamos aquí encerrados juntos”. El sindicato de guardias se unió a la oposición del proyecto.

Al final, el proyecto fue desechado. Bryant Arroyo luchó contra los estafadores corporativos, y ganó.

Una casa, para todos nosotros

De vuelta a Frackville, Bryant nos cuenta acerca de una entrevista que leyó de un astronauta que estaba en la Estación Espacial Internacional. Explica con elocuencia y en detalle lo que vivir en condiciones de gravedad cero le hace al cuerpo, cómo se expande la columna vertebral y cómo los astronautas en realidad son una o dos pulgadas más altos cuando regresan. Bryant quedó impresionado por la descripción que hace el astronauta de la experiencia trascendente y alucinante de ver la Tierra desde fuera de la Tierra y cómo las pequeñas barreras (muros, bordes, cercados blancos) nos distraen del hecho de que todos tenemos una sola cosa en común.

Bryant, a su pesar, hace una pausa durante bastante tiempo. No puede continuar hasta poner en orden sus pensamientos. “Todos tenemos un hogar. Y no importa hacia dónde te diriges, siempre intentas ir del punto A al punto B. Todos intentamos ir a nuestra casa”.

Bryant Arroyo tiene el corazón compasivo de un ecologista. Siempre cuando discutía los efectos tóxicos de la planta de carbón que ayudó a bloquear, él es inflexible en recalcar que se trataba de proteger a los prisioneros, a los guardias, a la comunidad en general, pero específicamente a nuestra “progenie” y las generaciones futuras. Bryant, siendo padre, está profundamente preocupado por salvaguardar la salud de los niños, que son tan vulnerables a la contaminación y al desperdicio tóxico. Es oportuno decir que el programa educativo que le permitió a Bryant obtener su diploma de GED lleva el nombre de Daniel Pennock, un niño de 17 años que murió en 1995 después de que se vertiera lodo tóxico al lado de su casa cerca de Reading, Pensilvania,

“Cuando un niño muere”, escribió Mumia después del asesinato de Tamir Rice, “el orden natural se rompe, las estrellas lloran y la tierra tiembla”.

Ya sea que envenenen al niño con lodo o plomo o polvo químico, o le disparen sin considerarlo dos segundos, los magnates corporativos son inhumanos en su desprecio por las vidas de los niños. Bryant es categórico en la lucha contra este tipo de inhumanidad.

Mientras nos alejábamos de Frackville, garabateé apresuradamente notas en una libreta legal que había traído para la entrevista. A pesar de las múltiples garantías del personal penitenciario previo a la visita, a Joe y a mí se nos negó la autorización para traer papel y un bolígrafo. La autorización como reporteros fue misteriosamente eliminada del registro. Mientras escribía todo lo que podía recordar de nuestra conversación con este extraordinario individuo, volví a pensar en esa incomprensible cifra: hay 2,2 millones de personas más en las cárceles de Estados Unidos.

Esta fue solo una historia. Una historia entre millones.

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